Galápagos

Galápagos
By Arturo de Frias Marques - Own work, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=29385064

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La ley inevitable de la vida es que termina y, aunque la muerte es algo que tenemos en común con todos los seres vivientes de este planeta, somos quizá la única especie que sabe y reconoce su propia mortalidad. Lo que hacemos con esa información depende de cada persona, de sus valores, creencias, religión, el lenguaje que tiene para describirla y la experiencia que acumule en el camino.

Hace 200 años que Charles Darwin creó la teoría de la evolución y selección natural inspirado en las islas Galápagos. Hoy, estas islas atraviesan por cambios tremendos que nos muestran la fragilidad y la resiliencia de la Tierra, cambios que han sido consecuencia de la actividad humana. Curiosamente, el significado que estas islas tienen para la historia humana es que, si bien no son el lugar en donde se originó la vida, son un símbolo de la necesidad que tenemos de cuestionar y comprender nuestro origen.

En lo personal, me siento muy afortunada de poder sostenerme en mi identidad mexicana para sentirme preparada para pensar en la muerte. El día de muertos siempre ha sido para mí un refugio; me ha ofrecido consuelo para poder aceptar que toda la gente que amo y yo partiremos un día de este mundo sin ninguna certeza sobre lo que viene después, si es que hay algo después.

Sin embargo, para mí el día de muertos siempre ha llegado en un plano teórico, nunca práctico, dado que tengo la fortuna de que ninguno de mis seres amados ha muerto. Hace algunos años, esta fortuna comenzó a sentirse como una fuente de ansiedad al pensar en mi abuela, quien ha sido un pilar estructural en mi vida. Con frecuencia pienso en mi mamá, mi papá y mi abuela como la tercia que me crió, un triciclo perfecto que no hubiera funcionado igual de sólo contar con dos ruedas.

La vida en las islas Galápagos, nombradas así por sus grandes tortugas, ha sido constantemente afectada por los humanos, desde la introducción de cabras que consumieron sus pastorales hasta la industria del turismo que hoy atenta con terminar aquello de lo que se sostiene. Vaya forma tenemos los humanos de descuidar y amenazar incluso lo sagrado de nuestros lugares de origen, ya sean reales o simbólicos. Los estatus de protección que se les han otorgado a las islas solo han sido esfuerzos menores que intentan, de manera insuficiente, ponerse al corriente de los problemas que los rebasan. Biólogos y conservacionistas juntan esfuerzos para resolver los retos y problemas que se apilan como en un juego desafortunado de palillos chinos en el que la única solución completa sería echar el tiempo atrás y tomar otras decisiones. Sin embargo, el hecho de que la misión parezca perdida no impide que estos científicos traten de asirse a la esperanza e intenten rescatarlas, o al menos detener o ralentizar la agresividad de los cambios que amenazan a las islas. Quizá el ejemplo más representativo de estos esfuerzos fue el Solitario George, conocido como el último individuo de una subespecie de tortuga gigante de Galápagos.


Viví con mi abuela los primeros 18 años de mi vida y, después de dejar su casa, continué visitándola todos los lunes en los que ella me esperaba a comer como lo hacemos en México: con sopa o ensalada, el plato fuerte, el postre y el café. Las comidas eran deliciosas, pero lo eran más las pláticas que teníamos.

Hace 15 años que migré de Toluca, México, a Vancouver, Canadá, llevando conmigo una placa de plata que me regaló, grabada con las palabras Para Dany Con Amor y la fecha de mi graduación universitaria. No tengo duda de que, de no haber podido hablar con mi abuela cada semana por videollamada, no hubiera podido mantenerme lejos de ella.

Conservamos la tradición de vernos cada lunes por videollamadas que duraban horas, llenas de risas, pláticas y enseñanzas; porque, al extrañar sus comidas, no tuvo más remedio que por fin enseñarme a cocinar todo lo que no hizo en el tiempo que viví con ella.

George fue encontrado en la isla Pinta en 1971 y desde ese momento hasta su muerte en 2012, los esfuerzos para su conservación y posible reproducción tocaron las fibras más sensibles de comunidades científicas alrededor del mundo, personas que dedicaron carreras completas y tiempo de vida con el propósito de que nunca tengamos respuesta a la pregunta: ¿cómo sería el mundo si ya no hubiera tortugas en Galápagos? ¿En qué mundo nació George antes de ser solitario? Quizá solo medio siglo después de que Darwin llegara a las islas, George salió de un huevo rodeado de un mundo que ya no existía al momento de su muerte. Nacido en la abundancia, presenció la brutalidad de balleneros que exterminaron a las tortugas de su isla hasta que un día se convirtió en el último ejemplar de su especie, que sobrevivió solo para ser testigo del desequilibrio gradual de su hábitat.

La ansiedad que me generaba pensar en la inevitable muerte de mi abuela crecía con los años, especialmente desde que emigré. Así, al término de mis visitas en México, en cada despedida, me iba con un nudo en la garganta y llena de náuseas pensando que, quizá, ésta sería la última vez que la vería.

Mi abuela, en su afán por prepararse y prepararnos, dejó claros y por escrito los deseos para su eventual muerte. Todos sus hijos y nietos sabemos lo que ocurrirá cuando esto pase. Ella, tan fuerte y planeadora, quiso hacer lo que estuvo en sus manos para evitar el escenario de una familia dividida y destrozada, después de ver a muchas otras que se fracturaron con disputas sobre propiedades, derechos y obligaciones.

Asimismo, en mi afán por querer prepararme para perderla, en cada visita me daba a la tarea de tomar sus manos entre las mías, tratando de grabar en mi memoria la textura de su piel, la apariencia de sus manchas de sol, sus arrugas y, lo más importante, cómo se sentía el espacio de sus manos en las mías, tratando de aleccionarlas para que recuerden la posición exacta que deberán tomar para sentir que las estoy sosteniendo cuando ya no esté. El día en que muera mi abuela, pensaba, morirá con ella el mundo que conozco, porque no conozco un mundo en el que ella no existe.

Así las dos, desde donde pudimos, nos preparamos sin imaginar que la muerte no es la única forma en la que perdemos a las personas.

La extinción de una especie es quizá una muerte triple. Cuando muere el último ejemplar de un ser viviente, muere él, muere la especie y muere también el mundo que hasta entonces albergaba esa especie. Esa escala de devastación es profunda y quizá por esa razón es difícil reconciliarnos con la idea de que no ocurre de forma repentina, sino gradual. Resulta triste aceptar que existen múltiples señales de alerta que nos previenen de ese final, que hay oportunidades previas antes de la última oportunidad, que haberlas tomado resultaría menos costoso y tendría más probabilidades de éxito. Durante cuatro décadas, biólogos intentaron de muchas formas que George se reprodujera con tortugas similares a su especie, logrando incluso que dos hembras pusieran huevos que desafortunadamente no fueron fertilizados y nunca produjeron el tan deseado ejemplar híbrido. Los intentos que se hicieron para evitar la extinción de la subespecie de George fueron ampliamente documentados y famosos, y con ellos no sólo se hizo la crónica de esa muerte anunciada, también se documentó el duelo que sentimos cuando perdemos una especie de forma gradual, las diferentes reacciones y decisiones que tomamos cuando podemos vislumbrar que el fin está cerca.

En 2020, como consecuencia de la pandemia de COVID, mi abuela tuvo que aislarse del mundo. Sus salidas diarias al centro de Toluca pararon de inmediato, esas que le daban valioso tiempo de actividad física y mental al caminar para pagar el cable, comprar las verduras en la recaudería o cualquier cosa que estuviera de oferta en Soriana. Mi abuela era la bolsa de valores de Soriana: los lunes había 2x1 en desodorantes; los martes, ofertas en frutas y verduras; los miércoles, promociones en aceites o frijoles; y así toda la semana se le iba en el juego de encontrar la mejor forma de estirar sus pesos.

Me gustaría poder decir que recuerdo cuándo fue la última vez que hablé con mi abuela a solas, pero no lo sé. Nuestras conversaciones comenzaron a tener de invitadas a mi mamá, mi tía o mi prima cuando se aislaron juntas en la pandemia y después, de forma gradual, su memoria a corto plazo comenzó a fallar.

Durante ese tiempo mi abuela tuvo su primera neumonía, una que, como incendio forestal, devastó su capacidad pulmonar y la llevó a usar una máquina de oxígeno por primera vez durante unas semanas. Un año más tarde, el oxígeno ya estaba con ella de forma permanente. En 2021, al oxígeno se le unió la andadera y, con ella, la necesidad de asistirla para subir y bajar escaleras que durante más de ocho décadas recorrió sin problemas, para levantarse de su sillón o su cama y para ir al baño.

Los años siguientes, con relativa estabilidad, las neumonías siguieron llegando en invierno y mi abuela ya solo permanecía sentada frente a la televisión viendo Yo soy Betty, la fea. Verla ahí, perdida totalmente en la historia de Betty, Don Armando y el cuartel de las feas me rompía el corazón. De aquellas pláticas de horas que disfrutamos juntas no queda casi nada: su memoria a corto plazo se reduce a pocos minutos y en nuestras conversaciones actuales me hace las mismas preguntas una y otra vez.

El caso de George dividió a la comunidad de conservación en dos campos: aquellos que prefieren dedicar recursos y esfuerzos a la recuperación de lo perdido y aquellos que opinan que ante la devastación ocasionada por el cambio climático, en las siguientes décadas entre el 30 y 40% de las especies animales se extinguirán y nos tendremos que enfrentar ante decisiones difíciles para priorizar a aquellas que cuentan con la mayor probabilidad de supervivencia.


A veces no sé qué hacer con el duelo que me causa esta pérdida, confieso que me resulta difícil verla y tocarla, esa fisicalidad a la que tanto me aferré por años ahora me resulta casi imposible de vivir. Para tratar de hacer esos momentos menos difíciles, logré encontrar la forma de platicar con ella cuando le pregunto cosas sobre nuestro pasado juntas. Es irónico que ya no puede recordar lo que me preguntó hace cinco minutos, pero si evoco las noches de mi niñez en las que iba a buscarla a su recámara para dormir juntas, recuerda con detalle hasta el color de mi pijama, la del mameluco con piecitos.

El invierno pasado, tras otra crisis de neumonía durante mi visita en México, tuve que obligarme a ir a verla. Admito con algo de vergüenza que la tristeza de verla en declive es quizá más grande que el miedo que le tenía a su muerte. Pero al visitarla, le dije que quería cantarle una canción que me hace pensar mucho en ella. Me hinqué ante ella, busqué Círculo de amor de El Gran Silencio en mi teléfono y, llorando, logré cantar la única serenata que he dado en mi vida:

Qué lindos ojos tiene mi chata

Cómo relumbran cuando me ven

Son negros negros como la noche

Y tan serenos como mi fe

Esos ojitos son mi esperanza

No me los quites nunca señor

No me los quites diosito santo

Porque sin ellos muero de amor

No necesito que me digas que me quieres

Porque ya lo sé y miro cómo me miras

Y también sé que piensas en mí cada vez que me voy

Y cuando no estoy me esperas

Porque sabes bien que tengo que regresar contigo

Porque me gusta estar contigo como me gusta cantar y cantar y cantar…

Y eso me basta para decirte que te quiero

Que te quiero, que te quiero y que te quiero

Que te quiero y sin ti me desespero

Terminando la canción, mientras abrazaba sus piernas y reposaba mi cabeza en su regazo, me preguntó por qué lloraba:

-Porque te extraño.

-Aquí sigo, mi niña.

Como humanidad, vivimos en un duelo colectivo producido por el cambio climático que, aunque es gradual, cada vez es más grande, más cruel y voraz. En esta pérdida que todos vemos, hay quienes se inclinan por negarlo, quienes tratan de recuperar lo perdido, quienes quieren conservar y salvaguardar todo lo que aún existe, quienes con pragmatismo estoico buscan evaluar y priorizar lo que puede salvarse y, finalmente, quienes aceptan o se resignan a la idea de que la muerte es inevitable. Como ciudadana mexicana y canadiense veo cómo los efectos del cambio climático nos generan pérdidas año con año. Veo inviernos recrudecer y veranos envueltos en llamas e inundaciones.

Con cada crisis, la familia se desmorona más, dividida en dos campos: los que quieren que mi abuela sea internada en un asilo y los que quieren seguir cuidándola en casa. Mi mamá se convirtió en su cuidadora primaria y comparte la responsabilidad con una de sus hermanas, mientras se enfrentan a cuestionamientos del resto de la familia sobre el cuidado que le dan y el dinero que gastan.

Después de las discusiones y disgustos, me pregunto si en esas horas de pláticas que tuve con mi abuela debimos hablar menos sobre la muerte y más sobre la discapacidad, si debí haberle insistido en que construyera un baño completo en la planta baja de su casa, si debí preguntarle cuáles eran las expectativas que tenía de su familia para lo que estamos viviendo hoy. A mi abuela le contaba y le consultaba todo, quisiera consultarle qué hacer con el tiempo que le queda aquí porque nos preparamos para todo, menos para esto.

Hace unos meses, los pies le fallaron caminando con la andadera y, al caer, se golpeó violentamente la cabeza. Tuvo que someterse a una cirugía en la que se temía que pudiera perder un ojo que ya estaba ciego; y aunque el doctor logró salvarlo, recientemente nos informó que, dado el daño de la hemorragia, el órgano se está amalgamando con otros tejidos, desapareciendo dentro de la cavidad.

El lindo ojo de mi chata es una pérdida más en una lista de la que ya perdí la cuenta. Y yo escucho esta noticia a 4,773 kilómetros de distancia que por ahora me protegen, hasta la siguiente vez que la vea y tenga que enfrentarme una vez más a la idea de que hoy vivo en un mundo en el que mi abuela sigue viva, pero el duelo de perderla empezó hace cinco años y va para largo.

En 2020, en Vancouver, viví dos semanas del primer verano de la pandemia de COVID con las ventanas cerradas y cielos naranjas cubiertos del humo que llegó de los incendios forestales de otras ciudades de Columbia Británica y Alberta. En 2021, Lytton, un poblado que está a solo 260 kilómetros de distancia de Vancouver, fue totalmente consumido por las llamas, dejando dos personas muertas y más de 1,000 damnificados. En 2023, con lágrimas en los ojos vi imágenes y videos de bomberos mexicanos que ayudaron en los incendios forestales en Ontario. En 2024, con llamas que alcanzaron más de 100 metros, se quemaron 32,500 hectáreas del parque nacional de Jasper en Alberta. En 2025, veo cómo Iztapalapa y otras delegaciones de la ciudad de México se inundan a solo 77 km de distancia de la casa de mi papá en Metepec, estado de México. Y aunque los incendios forestales han ocurrido lejos de Vancouver, el humo llega a mis pulmones. Aunque las inundaciones causadas por lluvias torrenciales han ocurrido lejos de la casa de mi papá, ya tiene goteras nuevas. Por ahora, la distancia me protege; por ahora, Lytton, Jasper e Iztapalapa están lejos.

Perder algo o a alguien a distancia nos da la ilusión de protección, de poder pensar que aunque la pérdida es gradual, el fin aún no llega. Sin embargo, el duelo llega con cada neumonía, caída y pérdida de recuerdos; con cada incendio, inundación o especie extinta. Y con eso, llegan también las concesiones que hacemos y las decisiones que tomamos sobre el tiempo que nos queda y lo que queremos o podemos conservar.

Uno de los sentimientos más engañosos que se viven en un duelo de pérdida gradual es la ilusión de creer que aún hay tiempo para tomar decisiones, para tener las conversaciones que no hemos tenido y visitar los lugares a los que no hemos ido. Y habrá quienes con optimismo traten de recuperar el tiempo perdido, quienes logren disfrutar lo que aún se tiene, quienes con pragmatismo estoico logren hacer planes y quienes se refugien en la negación o aceptación de lo que, sabemos, es inevitable.

Por ahora, las zonas que no fueron impactadas del parque nacional de Jasper están abiertas este verano y los memes de Tláloc inundando Iztapalapa se ven en Instagram. Hoy, nos quedan 13 de 15 subespecies de tortugas en Galápagos y mi abuela sigue viva.

My grandma and I walking down the street I grew up in while I'm holding her arm.